En la medida en que se acerca el Día de Muertos en México, una legendaria flor se convierte, junto con los difuntos, en la protagonista de las celebraciones.
Aunque el momento culminante de la festividad tiene lugar el 2 de noviembre, desde mucho antes las ciudades son engalanadas con los capullos. Panteones, calles, avenidas, paseos, casas y los altares se visten con las flores de cempasúchil.
El Día de Muertos es una festividad de inmensa connotación en México, de donde es originaria para honrar a los difuntos. Sin embargo, este recordatorio se extendió a diversas partes del mundo. Por su impacto la Unesco declaró en 2003 esta celebración como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Desde los tiempos prehispánicos la muerte estuvo presente en la cultura azteca. El libro sagrado Popol Vuh narra que en aquel México precolombino se practicaban sacrificios humanos como ofrenda a los dioses. A las víctimas les extirpaban el corazón y, mientras latía, el líder de la tribu lo mordía.

Sincretismo cultural
Con la llegada de los conquistadores, a partir de 1519, los brutales rituales cambiaron para dar lugar a un sincretismo cultural. Los españoles le dieron un vuelco a la ofrenda de muerte por otra desde la perspectiva católica.
Merendar corazones palpitantes se sustituyó por un pan redondo semejante a un corazón en representación del pan de la eucaristía. Hoy los vestigios de las culturas originarias mexicanas se mezclan con creencias del catolicismo europeo a través de una fiesta que combina calaveras de azúcar, comidas, bebidas, música y la hermosa flor de cempasúchil.
Historia de amor
De novela es la historia de ese majestuoso botón. Cuenta la leyenda prehispánica que hace mucho tiempo un par de niños se conocieron al nacer. La niña se llamaba Xóchitl y el niño Huitzilin.
Ambos crecieron juntos, pero de pronto su amistad se tornó en un tierno amor juvenil. Tanta era la adoración que un día subieron a lo alto de una colina donde moraba Tonatiuh, el dios del sol, para implorar que les diera su bendición y así amarse por siempre.

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Pero la tragedia los alcanzó. Huitzilin se fue a la guerra y después de algún tiempo, Xóchitl supo que su amado había fallecido en batalla. Su dolor fue tan intenso que rogó con todas sus fuerzas a Tonatiuh para que le permitiera unirse a Huitzilin en la eternidad. El dios del sol al verla tan afligida lanzó un rayo dorado convirtiéndola en una bella flor.
De la tierra brotó un delicado capullo que permaneció cerrado por mucho tiempo. Pero un día llegó un colibrí que identificó a Xóchitl por su inconfundible aroma. Se posó sobre ella y de inmediato se abrió la flor de cempasúchil. El alma de Huitzilin se había convertido en colibrí para reencontrarse con su amada.
La creencia dice que el aroma de la flor guía a las almas de los difuntos al mundo de los vivos para que regresen a visitarnos año tras año. Se acostumbra colocar un camino de pétalos de cempasúchil hasta la puerta para que los que ya partieron puedan llegar al mundo terrenal y al lugar donde sus familiares les dejaron la ofrenda.